viernes, 16 de noviembre de 2018

La seguridad social




Llego a la oficina donde se ejecuta la seguridad social unos quince minutos antes de que abran las puertas. La hilera de gente serpentea irregular hasta unos cincuenta metros más allá del umbral. 
Bandadas de aves migratorias se deslizan en el cielo buscando la calidez africana. 
Las miro pasar y como un presagio, me entran unas ganas inmensas de llorar.

Entro. 
Diligencio el debido formulario. 
Espero mi turno para pedir turno. 
Una vez que me dan turno, llega mi turno. 

Me atiende Carmen. Una señora mayor con la cara surcada de experiencia. Se ve que está orgullosa del papel que su rey le encomienda en la vida. Teclea con decisión, va al grano. 
Pero su rostro se tensa. Es fácil entender que algo no pasa según la expectativa de lo que corresponde. Unos minutos de indecisión después y con un inmenso esfuerzo, pide la ayuda de Laura.
Laura se acerca a la mesa con una pluma y un cuaderno. Es fácil ver que el cuaderno se plaga en sus hojas de intrincados arcanos. Laura se arrepiente, hesita. Vuelve a su escritorio y empuja su silla junto a la de Carmen. Es meticulosa en su tarea. Se demora unos tres minutos hasta parapetarse pluma en mano junto a su compañera de trincheras. 
Las hojas del cuaderno corren entre dedos nerviosos. 
Las teclas indecisas no encuentran caminos alternativos para salir del laberinto. 

Me revuelvo en la silla que hace frontera entre un cosmos lógico y el caos que claramente perdigo sin ningún tipo de vergüenza. Veo la desazón de Carmen, el malestar de Laura. Lamento existir, tergiversar su universo. Intento respirar con pequeños sorbos de aire. Bajo los ojos. 

Es entonces que la revelación abofetea a Carmen. Exultante mira a Laura desde una distancia incalculable, inalcanzable. Crispada y con la respiración entrecortada vocifera triunfante:  

- ¡ Es que el hombre aquí, es extranjero ! -

El espacio se llena de nada. Cientos de conciencias me desaprueban, me auscultan. Mi secreto abyecto me sofoca, me apoca. Lloro silencioso mientras mancillo el espacio que ocupo.

Laura se levanta de la silla dejando el cuaderno expuesto a miradas infieles. Ni siquiera acontece el instante y ya está de vuelta con un anciano de barba blanca. 
Todo su aspecto denota conocimiento vasto, inextricable. Lo llaman Chema, intuyo en su nombre el inefable nombre de dios. Su presencia me reconforta. Me da seguridad. Busco sus ojos, pero Chema no me mira. Con parsimonia y sapiencia recoge mis documentos de la mesa y susurra palabras con Carmen y Laura que no alcanzo a discernir. Midiendo cada movimiento, escrupulosamente anida en el escritorio de la esquina. Dilatado. Apartado. Resplandeciente. 

No puedo medir el tiempo que bombea la sangre que trona en mis oídos, que intuye lo eterno. Estoy sólo y avergonzado. 
Es mi limbo, mi purgatorio. 

Ya nada importa. Lloro abiertamente con ecos de niño.


La luz de Chema resplandece en mi sufrimiento.
Deposita una hoja fresca en las manos aún temblorosas de Carmen. 
Mira a Carmen. 
Mira a Laura. 
Lleno de misericordia me concede una mirada fugaz. 

Un cansancio de siglos me roe los huesos, pero estoy en paz. Entiendo que debo buscar ser redimido, que…

- ¡ Ya está ! – aúlla Carmen, mientras arremete contra mí, papel en ristra.






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