jueves, 23 de noviembre de 2017

Setenta y cinco




    Treinta años estuvo ausente. Tenía cuarenta y cinco en ese entonces, y un hijo. Apenas se levantó esa mañana, dobló torpemente el único testigo de la existencia de su hijo. Un dibujo del uno y el otro montados en el lomo de una jirafa, frente a un manzano de tronco interminable con una sola fruta. Lo guardó en el bolsillo del saco roído.

Casi como una estocada siente el sol. Le exprime los ojos. Jadea negando el aire que se arrastra por la boca seca. Una lágrima gruesa se pierde en algún surco de la cara.
- Y qué. ¿Se va a quedar ahí?- Dice el guardia.- ¿No ve que lo estoy esperando? Camine viejo. Hasta la salida.
- Si señor, discúlpeme.- Carraspea.
- Tu puta madre.- El guardia escupe en el suelo.- Viejo estúpido.

Quisiera tener recuerdos del mundo afuera. Alguien que pudiera probar que existe, que es alguien; pero hace demasiado tiempo adivinó que la libertad del hombre es mitología. Adentro y afuera.

Parado en el andén agotado y arenoso, recuerda aquel rectángulo de cielo cobrizo, una ventana en la casa materna. Olfatea el olor salado de su pueblo frente al mar. Piensa en la desgracia, que siempre le mordió los pies. El rugido oxidado del metal lo devuelve al instante, justo a tiempo para sacrificarse al tren que pasa cargado de teléfonos y diarios, portafolios y personas, que se dirigen a la nada.





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